La causa más frecuente –aunque no la única– es hayas cenado demasiado tarde y cuando te vas a dormir todavía estés digiriendo. Durante la noche la digestión se ralentiza muchísimo, puesto que a partir de cierta hora, normalmente las ocho u ocho y media de la tarde, la fuerza digestiva empieza a menguar de forma progresiva.
Al decaer la energía del estómago, la cena tomada a las nueve o las diez de la noche, algo muy frecuente por nuestras latitudes, suele quedarse en el estómago —salvo que la persona disponga de una gran fuerza digestiva—, de modo que por la mañana todavía se está digiriendo; de ahí que no se tenga apetito.
Además, el hecho de tener durante doce o catorce horas comida fermentando en el estómago es un potencial foco de problemas, como humedad y mucosidades en el aparato digestivo, que pueden producir alteraciones, bien sea de tipo alérgico, bien sea de tipo digestivo, las cuales pueden desembocar en distintos problemas de salud.
En el caso de que no podamos cenar hasta entrada la noche, debemos hacerlo de forma ligera y nutritiva, tomando por ejemplo sopas, que pueden contener desde verdura hasta proteína, pescado blanco, por ejemplo, pasando por hidratos de carbono complejos —pasta, quínoa o mijo, por ejemplo—.
De esa forma, nos iremos a la cama con la digestión prácticamente hecha y tendremos apetito por la mañana, con lo que nuestro ritmo digestivo estará en consonancia con el ritmo energético, circadiano, es decir, con la evolución que sigue la energía a lo largo del día.